Recomendación: Don Carlo en el Teatro Real
Don Carlo en el Teatro Real, de obligado consumo
¿Hay alguna ópera de Verdi que necesite algún tipo de puesta al día? ¿Alguna ópera de Verdi que esté situada en la cúspide de su creación y sin embargo no esté subiendo continuamente a escena, como Rigoletto, La traviata, Aida, Otello o Falstaff? Si la hay, esa es Don Carlo. Porque se trata de una obra larga, costosa, de reconcentrada y poliédrica trama, de negra musicalidad, pero que acaba llegando al corazón de los espectadores por erigirse de manera excelsa como paradigma canoro: el canto más canónico y profundamente retratado se constituye en Don Carlo en un auténtico motor de explosión dramática con una irresistible fuerza emocional. Verdi ya ha alcanzado en Don Carlo el magisterio musical que todavía habrá de esparcir con mayor elocuencia en el resto de sus óperas siguientes, pero difícilmente en cualquiera de estas podamos encontrar una demanda vocal tan, en su conjunto, completa y redonda. Y exigente en lo colectivo. Y ejemplar: un tenor, una soprano, una mezzo, un barítono, un bajo, más otro que alcanza el valor de álter ego político del anterior, todos ellos cantando sus vidas con pasión, y todos ellos enzarzados en una maraña colectiva capaz de transmutar el conflicto político que monitoriza la historia en un puro canto al amor, a la amistad, a la dignidad y a la libertad. De alguna manera, el final de un camino que comienza con Rigoletto y resume el período romántico del autor. Un cierre pleno y muy hermoso.
Sin embargo, y a pesar de todas esas consideraciones, que a cualquiera hoy le pueden resultar obvias, el camino seguido por la obra desde su estreno en su versión original francesa de 1867 hasta la década de los 50 del siglo XX (ya en italiano, y recortada o no) no estuvo precisamente plagado de rosas. Verdi, una vez más, tuvo que volver a tomar la pluma y reformar. Al principio se la consideró wagneriana, lo que es una tontería de libro, y, algo después, como manera de justificar su dimensión, de ópera al estilo de Meyerbeer. Otra memez que solo nos puede informar de la falta de raciocinio de los críticos del momento. Pero lo cierto es que Don Carlo no volvió a París hasta 1976, y que desde 1900 la pieza había desaparecido de los teatros europeos, incluidos los italianos. Solo a partir del cincuentenario de la muerte del compositor se produjo su recuperación para la vida operística normal. ¿Por qué esta desafección ante semejante obra maestra?
La primera razón es que se trata de una ópera muy adelantada para su tiempo. La música que la sustenta es demasiado buena; es demasiado difícil de seguir para un oído colectivo que siempre entendió a Verdi desde patrones en principio más elementales. En Don Carlo el autor realiza un ejercicio de retrospección que no es fácil de comprender. Las relaciones entre los personajes son oscuras; todos ellos están como maniatados por sus propios sentimientos, inexplicables cuando no inadmisibles, y por sus relaciones con el poder, auténticamente subterráneas, en medio de un ambiente espeso, cuya respuesta musical está en un tono no menos apremiante, lúgubre y asfixiante. Y sí, hay arias memorables, cómo no, pero la esencia de la obra es el relato político, que barre las relaciones afectivas entre los personajes y las relaciones entre el propio poder político y el de la iglesia, a la que Verdi hace descender hasta la cloaca, sin importarle para ello magnificar y humanizar la tremenda figura del rey. Don Carlo es, no cabe duda, una ópera que juega con una serie de retratos psicológicos de gran complejidad, de muy diferentes caras, cuando no de caras múltiples. Y lidiar con todo eso ha demandado tiempo.
La segunda razón por la que Don Carlo fue olvidada durante cinco décadas es la dificultad para ser puesta en escena. Es muy compleja, y plantearse una puesta realista es hoy casi imposible. Se trata, así, de un título perfecto para experimentar, para hacer el siempre deseado ejercicio de absorber el espíritu de una ópera para realizar un posterior proceso de estilización que explique con propiedad la esencia. Es probablemente lo que vamos a poder observar en la versión escénica de David McVicar, cuya renuncia al realismo en el entorno queda transformada en una repetición obsesiva de los espacios interiores de los personajes, puestos en valor como responsables de sus deseos y anhelos, de sus problemas y de su intrincado y a veces inaprensible mundo interior. La palabra ‘interior’ es clave para entender esta ópera; parece que todo suceda en el interior de los personajes, y que, estos, cuando por alguna razón deciden sacar fuera sus sentimientos, sus deseos, siempre lo hacen con una limitación y una falta de convencimiento extraordinariamente notable. Verdi juega magistralmente con uno de los mayores vicios practicados por el ser humano: su facilidad para la incomunicación. Y el resultado es sencillamente maravilloso.
Naturalmente, la tercera razón es la exigencia canora; los cantantes que necesita esta especie de lección magistral sobre canto. Pero de ese asunto es muy probable que los lectores de Beckmesser tengan noticia en algún otro artículo. Yo solo añadiré ahora, aunque sea una obviedad, que una representación de Don Carlo supone siempre un acontecimiento de obligado consumo. Pedro González Mira
VERDI: Don Carlo Dmitry Belosselskiy/Michele Pertusi/ Dmitry Ulyanov; Marcelo Puente/ Andrea Carè/ Alfred Kim/ Sergio Escobar; Luca Salsi/ Simone Piazzola/ Juan Jesús Rodríguez; Mika Kares/ Rafał Siwek; Maria Agresta/ Ainhoa Arteta/ Roberta Mantegna; Ekaterina Semenchuk/ Silvia Tro Santafé/ Ketevan Kemoklidze. Coro y Orquesta del Teatro Real. Director musical.: Nicola Luisotti. Dirección de escena: David Mc Vicar. Teatro Real, 18, 19, 21, 22, 24, 27, 28 y 30 de septiembre; 2, 3, 5, 6 de octubre. Entre 398 y 88 €. (día 18); entre 71 y 229 €. (resto)
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