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Por Publicado el: 15/10/2021Categorías: Sin categoría

Recomendación: Wagnerisimo, por Alex Ross

WAGNERISMO. Arte y política  a la sombra de la música. Alex Ross. Seix Barral, 969 páginas.

Omnipresente Wagner

Thomas Mann, en una cita que Alex Ross incluye en un punto de su libro, se había referido una vez a Wagner (y digo una, porque se podrían encontrar por decenas: blancas, negras y de todos los colores) como un compendiador del siglo XIX por “su grandeza, su esplendor, su fe en el progreso, su materialismo burgués, sus mitologías nacionalistas, su arrogancia moral, su anhelo espiritual y, sobre todo, su veneración del arte y los artistas”. Este es un Mann de primera hornada wagneriana; luego amplió el periodo temporal en otras referencias, pues tiempo tuvo, y cambiando de opinión de manera consciente y remachada con declaraciones de celebración sobre sus propias  -cambiantes-  opiniones sobre Wagner, un sino del que muy pocos intelectuales de su tiempo  -como anteriores y posteriores-  se libraron tarde o temprano. Y he aquí este libro, casi mil páginas en las que podemos digerir, lenta y concienzudamente, no sé si todas, pero si no casi, estas cosas. Citar a Mann es obligado en semejantes lides, las de tener que escribir sobre este “tocho eterno”, pues el alemán tuvo  suficiente tiempo,  más que otros, para hablar y para “inspirarse”  de y con Wagner, y escribir luego con la misma hermosa elocuencia que se gastaba siempre. Desde su Alemania del alma y desde sus exilios.

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Alex Ross

De alguna manera, es lo que, salvando las distancias temporales y literarias, y naturalmente el objeto último, hace  Alex Ross en este Wagnerismo, un estudio sistemático, un macro ensayo que, en todo caso, desde la primera página no engaña a nadie. Ross entrega lo que ofrece desde el propio titular, “Arte y política a la sombra de la música”. De Wagner, claro. Pero en absoluto se trata de un libro sobre la música de Wagner, y ni siquiera sobre el compositor. Ross se plantea un formidable estudio histórico de tintes sicológicos y sociológicos que gira a través de Wagner, mostrando sus presencias directas e indirectas –que resultan ser más que abundantes- en los diferentes referentes de la creación artística desde los inicios del compositor hasta hoy. O sea, un trabajo auténticamente ciclópeo, por muchas razones. La primera, porque para plantearse una cosa así es indispensable acudir a muchísimas  fuentes, aun escogiendo solo las verdaderamente indispensables. En segundo lugar,  es necesario un estudio y análisis previos de las mismas antes de proceder a encontrar los puntos de encuentro (o desencuentro) entre las referencias escogidas y el complejo Wagner. Y en tercer término, porque un ensayo al uso no daría la suficiente talla para llegar a un mínimamente buen puerto: la metodología se torna como elemento protagonista de la gesta. Esos serían los tres primeros puntos a los que me gustaría referirme.

       Las fuentes. Pues tampoco se trata de eso; al menos en sentido estricto. No se trata de escudriñar acerca de, por ejemplo, lo que se ha escrito sobre Wagner. No. El asunto es ver en qué lugares de las creaciones de otros reside implícita o explícitamente su espíritu, física o virtualmente. Y obviamente esos “otros” no pueden ser cualesquiera, sino auténticos paladines de la literatura, la pintura, la música, la arquitectura y la creación artística en general. Porque Ross no busca estudiar las presencias wagnerianas en las creaciones de artistas paralelos sino en dilucidar por qué  muchas de ellas, de manera directa o indirecta, están configuradas a partir del patrón wagneriano. Resulta apasionante, y ese el reto. 

El análisis, a continuación. O eso pudiera parecer. Pero a tenor de los resultados, es muy improbable una secuencia de hechos semejante, pues ello implicaría que los posteriores procesos de síntesis se harían eternos. O dicho de otra manera, se tendría que hacer necesario un método de acumulación masiva de materiales al que, propiamente, sería  ajena la dinámica de la misma escritura. No digamos si nos refiriéramos  a la mayoría de los escritores de hoy en día, es decir, escritores de novela de libro al año, incluidos, naturalmente, los que escriben sobre música. Por consiguiente, con este libro en la mano, habría que preguntarse si  no es un producto de lentas acumulaciones más que el resultado de la aplicación de una metodología basada en evoluciones. Lo que nos lleva al tercero de los puntos a que me referí antes. Ross ha afirmado que este libro le ha costado diez años de su vida. Y yo añadiría: no habría acabado siendo lo que es (una costosa aventura del pensamiento), a pesar de tanto tiempo dedicado a la investigación sobre Wagner, si no hubiera sido escrito bajo una óptica muy marcada por el periodismo, en el más moderno sentido de la palabra. No estoy diciendo que el autor no sea un buen escritor; lo que quiero afirmar es que se trata de un extraordinario periodista, que utiliza el género del ensayo desde un punto de vista acumulativo de hechos. O si se quiere, este parece más bien un libro que compendia un conjunto de ensayos, en forma de formidables artículos especializados en Wagner. Personalmente, y llevando el asunto más a lo general, pienso que es el camino ideal para que el crítico de música clásica (Ross lo es, y desde hace mucho, y en un medio muy serio) salga de su habitual gueto, deje de mirarse el ombligo, lea más antes de escribir y empiece de una vez por todas a plantearse que trabaja para la gente, no para él mismo.

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Portada Wagnerismo: Alex Ross

Para escribir este libro el autor ha tenido antes que leer mucho.  Pero también haberse pasado la vida escuchando música, yendo al cine, al teatro y a la ópera; a los museos, a las exposiciones;  también viajando por el mundo. Solo así, y no siempre, se puede encontrar un material tan diverso que además, todo él, esté ligado a una única idea: tener que ver con la presencia y difusión de la obra musical y el legado histórico personal (incluido el literario) de Richard Wagner. La figura del alemán es tan polivalente, tan poliédrica  (o sea, lo que es y lo que somos capaces de ver en ella) que parece imposible pueda cuadrar en un razonamiento canónico de premisas y conclusiones. Ross, perfectamente consciente de ello, la aborda sin tomar partido; solamente dejando que hablen  aquellos que sí se sintieron concernidos, y no solo como observadores  sino como elementos de una creación igualmente sumergida en Wagner. Desde el principio, admite que se está hablando de un “talento divisivo, cuya capacidad para enfurecer y confundir  constituye parte de su atractivo”. Cosa en la que no solo estoy de acuerdo, sino que veo extremadamente moderada. Ross es en todo momento respetuoso en sus opiniones (incluso cuando no se puede serlo por auténtico imperativo humano), lo que es de reseñar como una de las principales virtudes de su prosa, impregnada siempre de la necesaria suavidad para abordar determinadas posturas u opiniones de grandes autores acerca de Wagner. Por ejemplo, al tratar de las influencias de Feuerbach y Schopenhauer en la conformación del mundo de los mitos, del amor, del poder y de la compasión, los grandes motores del pensamiento wagneriano. Otro autor fundamental en la vida del compositor, Friedrich Nietzsche, es tratado por Ross de manera exquisita, y no solo en los tiempos buenos, aquellos en los que todavía el filósofo afirmaba con resignación: “Wagner resume la modernidad. No queda otro remedio: lo primero que hay que ser es wagneriano”     

La lista de personajes, lugares, artistas, escritores, críticos de la obra de Wagner –directos o a través de su propia literatura- , etcétera que se congregan en este libro es interminable.  Para  comprender su magnitud se hace necesario nombrar a unos cuantos, empezando por los que Wagner tuvo más cerca. Una Cósima Liszt (von Bülow, Wagner) de la que siempre se habló como dictadora de buena parte de los destinos futuros de su marido, que sin embargo Ross resitúa con más precisión: una señora que estaba tan “grillada” que llegó a escribir un diccionario con las palabras que utilizó en su vida su sabio marido: un millón, en veinte volúmenes. O al rey Luis II, del que aquí se traza una reseña mucho más que respetuosa. O sus familiares más directos: su hijo Siegfried, que tuvo que casarse para disimular su homosexualidad; o sus nietos, especialmente el siempre bien tratado Wieland y que aquí no se va tan de rositas. Y claro, la estrella, el personaje al lado del cual, sin embargo, no vive el compositor, un Hitler del que Ross, en un alarde imposible de mostrar respeto a todo el mundo, no lo hace subir a la pira directamente y dejándole expresarse en su propia jerga. Lo condena, desde luego, y deja bastante claro el manido asunto ese de que Wagner fue el auténtico instigador de la ideología (¿) nacionalsocialista. En tono casi profesoral,  explica muy bien cómo Hitler fue un producto de otros (y de sí mismo) y cómo bajo el apelativo de tío Wolfi, cada noche Wolfgang y Wieland le regalaban a Adolf el honor de ser conducidos a la cama en presencia de su madre Winifred . Pero en fin,  estas  y otras parecidas cosas constituyen la parte más llamativa (necesaria, aun comercial) del libro. Mejor, atiéndase al capítulo núm. 10 sobre la Primera Guerra Mundial” o al núm.13, “La Alemania nazi y Thomas Mann”. O las referencias al teatro de la verde colina,  desde cuyo oculto “abismo místico” cada verano se sigue arrojando teas sonoras, rugientes a veces, o grandes superficies de sedas coloreadas como las que acompañaban a Wagner en su vida cotidiana, otras. Nietzsche, antes de renegar de Wagner, es decir, cuando puso a andar a su Zaratustra,  habló de “oro líquido”, al referirse al “sonido” Bayreuth. Y también de la modernidad de Wagner como “cultura de la decadencia”, acuñando un término que después otros contrapondrían a la propia modernidad. Ross, en fin, nos cuenta la vida y milagros del teatro de Bayreuth, ese santuario que primero fue un lugar de culto, luego un sitio donde se decidía la suerte de millones de personas de raza impura, para más tarde convertirse en el parque temático que es hoy.  

Seguramente, las partes más interesantes  y mejores del libro son aquellas en las que se hacen aproximaciones literarias, y muy concretamente a la literatura moderna, no en vano Alex Ross hizo su tesis sobre Ulises, de James Joyce. El catálogo comienza con Baudelaire y Tristán, tema que a su vez da para que Ross nos explique las relaciones de los franceses con Wagner, que al parecer siempre tuvieron claro que la modernidad era cosa wagneriana. Baudelaire, que tenía dudas al respecto, habló no obstante de “apasionada energía de expresión”, dando en el clavo, creo yo, y al parecer también Ross, porque se refiere a ello expresamente. Naturalmente, lo francés encuentra un gran acomodo en el texto, escándalo Tannhäuser incluido. En cuanto a los pintores del área, Cézanne fue un exponente de wagnerismo que Ross desarrolla detalladamente; como también precisa al referirse a Van Gogh, al que sin embargo le embargaba más la capacidad colorística de la orquesta wagneriana. Muy copiosamente se refiere Ross a la figura de Édouard Dujardin, un personaje wagneriano de primera, desde que,  a sus veinte años, creara la Revue wagnérienne, por la que se interesó un tal Houston Stewart Chamberlain, al que en algún lugar del libro Ross señala como “un filósofo racista” que se convirtió, ese sí, en un ideólogo del hitlerismo desde su cómoda residencia en Wahnfried, y al que Ross le concede el honor de ocupar un apartado completo de su libro. Cuenta también Ross cómo Verlaine y Mallarmé entraron a formar parte de los colaboradores de la publicación, escribiendo sendos sonetos: respectivamente, Parsifal y Hommage. El primero aludía a una sexualidad ilícita y el segundo a un canto modernista, esotérico y abstracto. El final del periplo recae, como no podía ser de otra manera, en la figura de Marcel Proust, de cuya obra maestra, En busca del tiempo perdido, Ross dicta una soberbia conferencia.  

Tras una parada nada breve en el polifacético Gabriele d’Annunzio, como es lógico, se dedica mucho en el libro al período llamado Kaiserreich, con los importantes acercamientos al wagnerismo de los tres emperadores Wilhelm I, Friedrich III y Wilhelm II, trayendo a primer plano también a insignes escépticos de Wagner, como Paul de Lagarde, un especialista en lenguas y religiones orientales, o a francotiradores wagnerianos como Julius Langbehn, para el que el compositor no era más que un “feriante huero que carecía de la humildad  y de la profundidad de Shakespeare”. Nos cuenta también Ross la claustrofobia que causó el teatro de Bayreuth a Theodor Fontane, genio de la literatura realista alemana, que tras el preludio de Parsifal decidió hacer mutis. Igualmente Ross pone en juego al llamado Münchner Moderne,  una fuente de wagnerianos como Michael Georg Conrad o Stefan George, más proclives a la causa que Friedrich Huch o Frank Wedekind.  Ni que decir tiene que el cénit de toda esta recapitulación está en los hermanos Heinrich y Thomas Mann.     

Ya en los países de habla inglesa, Ross nos introduce en otro personaje fundamental del wagnerismo de época, la nortamericana Willa Cather, que ganó el premio Pullitzer en 1923, y que fue muy famosa en las islas, y a la que se dedica un apartado completo. También se refiere a la menos conocida por su nombre  Mary Ann Evans, que escribía con el seudónimo de George Eliot. Ambas fueron las primeras en tomarse en serio a Wagner en el mundo anglófilo, asegura Ross. En 1877 Wagner llegó a la Albert Royal Hall. Allí estuvo George Bernard Shaw, en el que  con toda lógica se detiene nuestro autor. No tanto, quizá, es el interés que, en el área británica, pudieran tener para Wagner los prerrafaelistas  que buscaban respuestas en las técnicas medievales. Ross continúa su recorrido inglés refiriéndose al médico y teósofo William Ashton Ellis, fundador de una revista llamada The Meister, no hace falta decir dedicada a quien.  La primera noticia que se nos da de Wagner en el Nuevo Mundo es cómo recibió el encargo de componer, por cinco mil dólares, la Marcha del centenario estadounidense, una horrenda música que el tiempo ha enterrado (aunque, como afirma Ross, algo haya de ella en la escena de las muchachas-flor de Parsifal). Pero hablando de cosas más serias, llegaron luego gentes como Sidney Lanier , Owen Wister e incluso los más campechanos (en palabras de Ross) Mark Twain y Walt Whitman. Y volviendo al modernismo británico, aparecen con trato de honor  la figura maravillosa de Virginia Woolf; el más importante instigador del movimiento en las islas, Ford Madox Ford, hijo del emigrado crítico alemán Francis Hueffer; Joseph Conrad, el polaco afincado en Gran Bretaña y uno de sus más importantes exponentes novelísticos; David Herbert Lawrence , un wagneriano escondido;  E.M. Forster, otro cultivado wagneriano; o George Henry Lewes, que calificó a Tristán como “un flujo de conciencia” . Seguro que dejaré sin citar a alguno.   

De menor intensidad en los contenidos, pero quizá más asumibles por lectores  aficionados a la música clásica aunque no seguidores militantes de las composiciones wagnerianas son algunos otros capítulos de contenido menos literario. Por ejemplo, se lee con mucho placer la asombrosa interpretación que Ross hace de Parsifal en el capítulo “Wagner esotérico, decadente y satánico”,  en el que también hace hablar al escritor y ocultista Joséphin Péladan, invocando al “satanismo del amor”, después de haber leído a Baudelaire tildar la religiosidad de Parsifal de “religión satánica”; o las opiniones de la teósofa Helena Blavatsky, una wagneriana tardía pero que acabó rendida a sus pies después de conocer a William Ashton Ellis, “traductor infatigable de la prosa wagneriana”, en palabras del propio Ross; o la manera en que los irlandeses hacen coincidir su incipiente nacionalismo con un wagnerismo tristanesco, encabezado por el movimiento Crepúsculo Celta, que encabezó el místico Wiliam Butler Yeats . 

En otros capítulos se desciende a cuestiones tales como “Wagner judío y negro”, con W.E.B Du Bois a la cabeza; “Wagner y los judíos”, con reflexiones pertinentes sobre la paranoica postura de Wagner ante músicos como Meyerbeer o Mendelssohn, pero sobre todo muy aclaratorias acerca del indiscutible antisemitismo de Wagner: “El judío no ha tenido nunca un arte propio”, extrae Ross del delirante panfleto “El judaísmo en la música”, que Wagner no publicó oficialmente hasta sentirse lo suficientemente respaldado por quienes él quería que le respaldasen. Ross se refiere profusamente a estas cuestiones, ligadas seguramente a uno de los errores más grandes que cometió Wagner en su loca aventura de escritor y poeta. Y enlaza con otro asunto interesante, que es el racismo en el mundo de la interpretación. Cósima, dice Ross, tenía la costumbre de llamar “negro” o “mulato” a todo aquel que consideraba un tonto. Sin embargo, el gran santuario de Bayreuth empezó a llenarse de negros (y también de homosexuales, como el tenor Lauritz Melchior). El autor nos recuerda con amabilidad la figura rompedora de Luranah Aldridge, la predecesora de la gran soprano dramática Olive Fremstad, que a su vez lo fue de Grace Bumbry . Como no podía ser menos al hablar de los ambientes wagnerianos (no sé si alguien lo dicho o a lo mejor es mío: una ópera de Wagner es como un monstruo, mezcla de amor homoerótico y pasión heterosexual, que a medida que avanza va convirtiéndose en un hermoso cuerpo de mujer. Perdón por el deje machista), Ross habla también del Wagner gay, en sus diversas facetas. Otro personaje simpático del que se ocupa  es del de Isadora Duncan, una bailarina poco ortodoxa que danzó a los sones wagnerianos, y que Karel Reisz popularizó en su espléndido film Isadora, protagonizado por una maravillosa Vanessa Redgrave . Reflexiones modernistas más jugosas son las referidas a la opinión que tenía Schönberg acerca del cromatismo de Tristán, o al llamado “flujo de conciencia” creado por George Henry Lewes muy tempranamente, muy recién finalizada la composición de Tristán e Isolda. De alguna manera, profecías modernistas de largo alcance. Y en fin, por no eternizar este comentario, después vendrán el “Wagner bolchevique”, el wagnerismo en la República de Weimar, Joyce y su Ulises, el Wagner sicoanalítico, los diálogos poéticos de T. S. Eliot, el mussoliniano Ezra Pound; o  La montaña mágica, a un cuarto de siglo de la más sincera declaración de Mann acerca de los principios burgueses de Wagner que es Los Boddenbrook; pero también Doktor Faustus y José y sus hermanos, las dos, auténticas cimas de la literatura alemana del siglo xx . Y Wagner y el cine, con D.W. Griffith, y Chaplin, y Murnau y Lang; y Einsenstein; y Coppola ,con su teniente Kharnage, apasionado del surf, bombardeando una aldea  al son de la Cabalgata de las walkirias;  y Allen, con sus ocurrencias sobre la invasión de Polonia después de presenciar una ópera de Wagner. Etcétera, etcétera, etcétera.     

Veredicto. No lo hay. A medida que avanzaba en la lectura sentía deseos de saltar al último capítulo, titulado Posludio, y por eso mismo susceptible de ofrecer alguna salida concreta al caso Wagner. Ross no lo hace. Pero no por eso deja de comprometerse hasta las tripas con el asunto, pues no siente el más mínimo rubor en desvelar pasadas, juveniles relaciones entre Wagner y hechos de su propia vida  de gran calado. Es decir lleva la cuestión a un terreno personal para dejar claro que no existe tal veredicto, sino que, como afirma al final,   “La visión se desvanece, el telón cae y, arrastrando los pies, volvemos en silencio al mundo tal cual es”.

Para finalizar, unas pequeñas, y seguro que insuficientes impresiones acerca de la traducción de Luis Gago. Pequeñas necesariamente porque no dispongo del original para comparar, algo  que, por otro lado, tampoco me hubiera servido de nada, dada mi incapacidad para entender un inglés de semejante altura intelectual, tanto en el dato –siempre necesitado de una correcta traslación idiomática-  como en la explicación del mismo, a veces un verdadero bosque entre tanto relato dentro del relato; un complejo de ramificaciones temáticas de inacabable recorrido. Pero, a pesar de ello, cuando una traducción que contiene tantas referencias de ese tipo es muy buena, se nota enseguida. Y es lo que yo, modestamente, he percibido. Por otro lado, un baremo bastante útil para hacerse una idea sobre estas cosas, para dirimir si una traducción es buena, excelente o lo siguiente, es prestar atención a las notas del traductor, porque fijarse en las aclaraciones sobre determinados aspectos de ciertas  temáticas puede resultar bastante revelador. Aquí,  el nivel de conocimiento alcanzado llega a veces a ser tan exhaustivo como el propio texto original al que se está refiriendo. Nada nuevo bajo el sol al hablar de Gago, cuyas frecuentes críticas musicales suelen trascender el oficio puro y directo que encierra un comentario rápido –aun docto- para convertirse en ensayos de referencia. Pedro González Mira 

              

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