SCHUBERT-BARENBOIM: UNA GLORIOSA SÍNTESIS
SCHUBERT-BARENBOIM: UNA GLORIOSA SÍNTESIS
Daniel Barenboim llevó al disco algunas piezas pianísticas de Schubert a finales de los años 70 del siglo pasado: entre otras la Sonata D. 840 (que ahora no ha incluido en este álbum) y la D.960, a la que regresó 20 años después para tocarla y grabarla en un concierto en Viena. Que yo sepa no registró ninguna sonata más, aunque sí los Momentos Musicales, las dos series de Impromptus y una de ellas en dos ocasiones, la D.935; el Allegretto D. 915 y los dos Scherzi D.593. Últimamente ha programado bastantes conciertos monográficos con sonatas de Schubert, de los que fue un ejemplo el que dio hace unos años en Madrid. A lo largo de su carrera no ha tenido con el ciclo de sonatas para piano de Schubert, pues, la misma relación que con el de Beethoven, de cuya integral puede contarse hasta cuatro grabaciones, dos de ellas con video incluido, y la última con clases magistrales añadidas. Las razones de esta especie de distanciamiento, tratándose de la música que se trata, pueden ser difícilmente analizables para un pianista que ha grabado tantos discos, pero los resultados que Barenboim ha cosechado ahora invitan a hacer alguna conjetura.
Creo que ha podido tener que ver con el propio distanciamiento del piano a que el argentino se ha sometido en los últimos lustros, sencillamente para dirigir más. Diría que, salvo sus incursiones en la Iberia de Albéniz, los Preludios de Debussy y El clave bien temperado de Bach no ha habido más momentos auténticamente grandes en su quehacer pianístico de los últimos años. Mi conjetura más grande sería: le ha costado muchos años comprender que el ciclo de sonatas del austriaco merecía más atención por su parte, quizá demasiado enraizado con el de Beethoven, ni más ni menos que la primera opción en el género durante la primera mitad del siglo XIX, y quizá de ese siglo y de todos los siglos. Lo que abre otra reflexión que probablemente tenga que ver con el asunto: ¿merece la misma atención el de Schubert que el de Beethoven?
Sería de bobos decir que no, pero el hecho es que a los pianistas les suele motivar más tocar la Appassionata o la Hammerklavier que cualquier sonata de Schubert. Sin embargo, hace ya mucho tiempo que el discurso oficial es que a Schubert hay que subirlo al mismo peldaño en el que se encuentra Beethoven. Vale. Pero hay diferencias insalvables. A mí me parece que hay una que no se puede obviar: Schubert es mucho más clásico; Schubert es al final lo que habría sido un hipotético Mozart en mil ochocientos veintitantos. Beethoven es él mismo siempre, distinto, y en sus sonatas plantea cosas más nuevas, cosas que Schubert no acierta a ver, porque no está en ello, está en lo que está, en el desarrollo sonoro de la melodía (sí, desarrollo; no solo de la combinación de las notas sino de la búsqueda del sonido en abstracto), bajo una línea que exige mucha más depuración que demencia. Creo que, sencillamente, porque Beethoven es, estructuralmente, más moderno. Un ejemplo paradigmático de ello es cómo se plantean las repeticiones el uno y el otro; Schubert las conserva hasta al final como si de una necesidad de manual se tratara, mientras que Beethoven las va integrando en el discurso sin que apenas se perciba. Sin embargo, los resultados musicales en Schubert plantean muchas más dificultades para la lectura; su mundo interno –como el de Mozart- es mucho más difícil de desentrañar, porque no parece dirigido a quien quiera escucharlo sino a sí mismo. Beethoven, incluso en su escritura más plena, es una pura explosión de invención que llega directa.
¿Se deduce todo lo que he dicho hasta aquí de lo que he ido aprendiendo durante años de escucha reiterada y variada de las sonatas de Schubert? Quisiera que se viera así, y no como un ataque de fantasía personalista. Artur Schnabel, Annie Fischer, Walther Gieseking, Alfred Brendel, Wilhelm Kempff, Sviatoslav Richter, Arturo Benedetti-Michelangeli, Emil Gilels, Claudio Arrau, Lili Kraus; o Elisabeth Leonskaja, Vladimir Ashkenazy, Radu Lupu, Krystian Zimerman, András Schiff, Evgeny Kissin o Mitsuko Uchida han sido algunas de las estaciones en las que me he detenido en el largo viaje –y que ahora he desempolvado de mi discoteca- que supone intentar comprender una música que, de tan aparentemente sencilla, repito, es de las más complejas que conozco. Y lo que me gustaría es poder resumir en pocas palabras a qué destino me parece que he podido llegar. Esa lista de pianistas es en buena medida el resumen de opciones interpretativas que han sido y siguen siendo en los últimos 60 o 70 años. Pero el camino se puede resumir en los siguientes términos: primero fue un Schubert que, de tan amable, resultaba exasperantemente liviano. Después fue un Schubert hijo del Clasicismo sin mayores consideraciones. Más tarde se convertiría en el segundo de a bordo, tras Beethoven, pero sin perder la compostura vienesa, continuando como hijo predilecto del Biedermeier. Pero de pronto, aparecieron los escuderos del mal, los reyes de la negrura, del espesor vital, que decidieron darle la vuelta a la tortilla para convertir el piano de Schubert en objeto de reivindicación sicológica negativa: todo en su música era oscuro y sin gracia, todo muy ´romántico´, o lo que es lo mismo de un insoportable dolor, de una carga vital pesimista y suicida… Y tras de estos, llegaron otros que buscaron el equilibrio entra la pena y el gozo, dando un poco de todo, a modo de solución salomónica. Barenboim también está en esa lista, obviamente, pero como algunos de ellos solo con parcial peso. ¿Llega ahora como redentor? Se supone que un intérprete como él se sabe de memoria todo esto, y que a la hora de diseñar sus interpretaciones, aun inconscientemente, algo habrá quedado en su interior de esa larga historia. En otras palabras, un pianista y director de orquesta que lo ha dirigido y grabado ´todo´ acaba de tomar la decisión de hacer estos discos con sonatas ´de repertorio´, ¡a los 71 años! Alguna razón habrá para ello, alguna punta se le podrá sacar a algo así. El registro se produjo en enero de 2013 y febrero de 2014, por cierto con resultados sonoros sorprendentes: hacía bastante tiempo que no escuchaba un piano tan bien grabado. Y en fin, entrando ya en materia, no del ciclo completo.
Schubert escribió 20 sonatas para piano, pero algunas de ellas no quedaron acabadas. Eso sucede con las D.157, D.279 y D.557 (de las que se conservan tres movimientos), D.459 (de la que se suele escuchar un combinado con la D.459A, cinco piezas para piano en total), D.566 (dos movimientos), D.571 (un movimiento), D. 612 (combinada con la D.613), D.625 (con la D.505, tres movimientos en total) y D.840, la famosa “Reliquia”, de la que quedaron escritos solo dos movimientos y que desde luego es la más importante de todas ellas. Barenboim ha prescindido de todas para esta grabación, lo que arroja un resto de 11 piezas, que desde luego forman un cuerpo de la suficiente entidad como para ser considerado como una integral. Me parece que decir que ha hecho un trabajo increíble en todos los casos es una obviedad casi insultante; son, todas, unas versiones sencillamente extraordinarias y únicas. Lo realmente complejo –al menos para mí- es explicar por qué me parece tal cosa; por qué esa no es más que otra apreciación de mitómano irredento. Veo estas versiones como una prolongación más de las convicciones interpretativas del que podríamos denominar ´último Barenboim´; del de su última Tetralogía wagneriana, su Requiem de Verdi, su segunda sinfonía de Elgar… Versiones siempre apoyadas en la idea de que conviene huir de los sentimentalismos de todo género, y buscar la ´hiperexpresión´ de los sonidos en función de una verdad que solo existe en la ordenación del conjunto de sonidos en cada caso, y de manera independiente, y sin discursos literarios adheridos. El compromiso emocional que Barenboim comparte con esta música es de una fuerza ciclópea, pero a duras penas se percibe el esfuerzo intelectual, porque se desarrolla de manera sorprendentemente natural. La lógica en el fraseo y en la planificación general parece auto-crearse, parece emanar sola, de una nada que sería el primer estadio antes del principio, sin que puedan hallarse intermediarios, como si fuera la consecuencia indiscutible y única de la música misma, sin más opiniones añadidas o más intenciones de sumar a lo que es ya en sí mismo. Con lo que, a la postre, tanta belleza, tanta naturalidad, insisto, a uno, tan acostumbrado a emitir juicios sobre intenciones que seguramente están más dentro de uno mismo que de la propia música, le desarman, le dejan ´sin opinión´. Es un poco lo que me queda después de escuchar este Schubert. Porque en ningún momento me he sentido convocado a participar en ningún acto de sufrimiento, pero tampoco en celebración de ninguna clase. La transparencia del tejido sonoro (transparencia y claridad como ausencia de retórica, no solo como resultado técnico) es total, y a uno le parece formar parte de él, más dentro de él que observándolo desde fuera. La capacidad para compartir de estas versiones se tiñe de una complicidad que, igualmente, también hace que uno quede desarmado ante unas emociones que parecen flotar en el aire sin que puedan ser alcanzadas. Realmente hacía tiempo que no asistía a un experimento interpretativo de esta naturaleza. Tengo algún recuerdo de algo así en algún concierto del Celibidache mayor, y, sobre todo, en los discos que grabó Klemperer en sus últimos años de vida.Por ejemplo, en el desarrollo del tutti orquestal del inicio del Concierto Emperador, para el que, por cierto, escogió como solista a un jovencito cuyo nombre no recordaré ahora; o en el Kyrie de su Misa en Si menor de Bach; o en el movimiento lento de la Sinfonía núm.34 de Mozart, etc. En todos estos ejemplos (y algunos más que no doy para no aburrir… Bueno, uno más: ¡lo que hacía con el último movimiento de la Júpiter!) hay un canto a la sonoridad objetiva, a la sobriedad expresiva en el fraseo, al rigor, que recuerdan a lo que sucede en estas versiones de las sonatas de Schubert. ¿Es necesario descender a una calificación de calidades más expresa y puntual?
Seguramente por la propia naturaleza de cada página, habrá algunas en las que esta forma de ver las cosas conlleve resultados más o menos impresionantes, siempre dentro de unos niveles de exigencia que aplicados al común de los pianistas causarían estragos. Pero a veces se produce un extraño equilibrio entre pesimismo y luz, que para mí marca la cumbre en los muchísimos hallazgos –sobre todo sonoros- de la serie. Por ejemplo, en la D.784, que veo como una de las cimas de esta grabación. No veo ese equilibrio, por citar otro ejemplo puntual, en la D.845, que en todo caso parece que es mucho más negra en sí misma. Y sí otra vez en las “Gasteiner” y D.894, que seguramente es otro de los puntos interpretativos de mayor trascendencia de todo el álbum: una lección de pianismo de la A a la Z. Por último, me parece que Barenboim está mejor en las dos primeras de las tres últimas: su versión de la D.960, como ya le sucediera en sus dos grabaciones anteriores, sobre todo en la segunda, no es su más grandioso Schubert. Ah, y a punto de cumplir 72 años no solo sigue teniendo unos dedos en excelente forma sino que su mano izquierda nos vuelve a quitar la respiración.
En resumen. En un mercado del disco muerto, grabaciones como esta le hacen recuperar a uno la fe en el medio. Que no sea la última. Pedro González Mira
SCHUBERT : 11 Sonatas para piano D.537, 569, 575, 664, 784, 845, 850, 894, 958, 959 y 960. Daniel Barenboim, piano. 4792783. 5 CDs.
Últimos comentarios