El Teatro Real, centro de la vida cultural y social madrileña
El Teatro Real, centro de la vida cultural y social madrileña
El 11 de octubre de 1996 resucitó para la vida lírica el Teatro Real de Madrid, muerto para ella desde 1925. Una obvia ruptura generacional impidió no sólo que alguno de nosotros lo haya vivido sino incluso que haya recibido oralmente sus tradiciones. Una inteligente iniciativa de su patronato ha promovido la conmemoración de un dudoso bicentenario, puesto que lo que se celebra es el derribo del anterior edificio, pero que ha permitido una necesaria financiación extra del teatro. Beckmesser.com empieza esta semana una serie de artículos semanales destinados a divulgar cómo funcionó aquel teatro y qué se coció entre sus paredes. Su historia arquitectónica, el repertorio, los divos, la vida social, los escándalos y hasta los amores que allí nacieron serán relatados por Gonzalo Alonso, patrono de su nueva fundación durante casi quince años.
El Teatro Real no surge de la nada en 1850 sino que sobre su solar ya pesa la historia. Una modesta compañía italiana de comediantes se establece en 1704 sobre el solar de un lavadero público denominado “Los Caños del Peral”. Algunos años más tarde, en 1708, se instalan allí los “trafaldines”, que ya se cobijan en un edificio de dos pisos levantado por Francisco Bartoli. La compañía se dispersó y, tras algunos episodios menores y un primer cierre temporal, el Concejo entregó el local a una compañía de italianos para que ofreciera teatro por las noches. Así se malvivió hasta 1737, cuando un gran aficionado de tanta solvencia como el marqués de Scoti, ministro plenipotenciario del ducado de Parma, fue nombrado director por el rey. Demolió el vetusto teatro y encargó uno nuevo al arquitecto Ventura de la Vega, inaugurándose el domingo de Carnaval de 1738 y permaneciendo abierto hasta 1777, año en que una real orden dio al traste con todos los teatros.
Diez años después el rey concedió permiso para representar óperas en él y el arquitecto Juan de Villanueva recomendó demoler el edificio existente y construir uno nuevo. Así se hizo y el 27 de enero de 1787 se inauguraba con la ópera “Medonte” y artistas italianos. Durante los años siguientes se ofreció lírica compitiendo con los teatros de la Cruz y del Príncipe con enorme desventaja para aquellos que aún tenían un mero toldo para librar del sol al público y molestaban a éste con aguadores y pregoneros. Luisa Ferreira, la Todi, fue la diva del periodo. Se presentó en “Dido”, luciendo corona y peto de brillantes, regalo de la emperatriz Catalina II de Rusia. Fue protegida por la duquesa de Osuna y pronto hubo de enfrentarse a la popularidad creciente de Brígida Banti, favorecida por la duquesa de Alba. Pero la Todi era mucha Todi y en la noche de su despedida acudió tal gentío que la diva hubo de mandar abrir de par en par las puertas del teatro para que el público abarrotase hasta los corredores.
1797 marca la fecha en que se colocan las primeras sillas en el teatro y 1799 es el año en que aparecen los billetes individuales para acceder al recinto. Se representaban obras tanto italianas como españolas y el movimiento a favor de éstas llega a tener tal poder que el rey, a final de siglo, prohibe las compañías extranjeras. Es el periodo de oro de Manuel García, padre de las Malibrán y Viardot y fundador de una escuela de canto aún en vigor. Así transcurren los años hasta que, en 1816, el edificio amenaza ruina y el Ayuntamiento aboga por un proyecto de Isidro Velarde para demoler el edificio y construir otro que se uniría circularmente al Palacio de Oriente. El derribo se lleva a cabo un año más tarde, pero la reedificación entra en un camino problemático, claro antecedente del que se viviría entre 1988 y 1997.
Se abre la zanja para la nueva cimentación, pero en 1820 se acaba el dinero y la obra no se reemprende hasta 1823. Los fondos vuelven a faltar, hay que recurrir a los impuestos especiales y se establece uno sobre…¡alcornoques y frutales! Mientras tanto el lugar es utilizado para usos tan diversos como polvorín, cuartel de la guardia civil y hasta como dependencia para el congreso de los diputados. La reina Isabel II, gran aficionada a la lírica, manda construir un pequeño teatro en palacio y llega a entretener en él a los amigos con sus propias interpretaciones de pasajes de “Anna Bolena” o “Sonambula”. El Conde de San Luis decide tomar cartas en el asunto y firma una real orden de fecha 7 de mayo de 1850 que reza “Decidida Su Majestad la Reina a que la capital de la Monarquía no carezca por más tiempo de un coliseo digno de la corte, he tenido a bien mandar que se proceda inmediatamente a terminar las obras del Teatro de Oriente…”. Las cosas se toman en serio y la propia Isabel II visita las obras el 12 de agosto. Otro tanto haría la reina Doña Sofía en un par de ocasiones durante estos últimos años, aunque ningún presidente de gobierno haya dignado al teatro con su presencia.
El 7 de septiembre se realiza una prueba acústica a base de coros de “I Lombardi”, “Hernani” y la plegaria del “Moisés” rossiniano. Finalmente, el día de la onomástica de la reina, el diecinueve de noviembre, se inaugura un espectacular teatro de dos mil ochocientas plazas -de ellas quinientas en el patio de butacas y mil doscientas en el “paraíso”- obra de los arquitectos Antonio López Aguado y Custodio Moreno. Costó cuarenta y ds millones de reales y se tardaron treinta y dos años. Ambos hechos serían criticadísimos en la época. La vida no es sino un círculo. Las fachadas, que formaban un hexágono, eran de granito y guardapolvos. La que daba al palacio con forma circular y la opuesta tenía seis columnas y cinco ingresos de medio punto, con cinco balcones en la planta superior que correspondían al salón de baile (hoy el restaurante). El escenario contaba con dimensiones considerables en ancho y altura, con foso y contrafoso. Escaleras, muchas de ellas dobles, de alabastro y pizarra con paredes estucadas comunicaban los distintos pisos. El techo de la platea, obra de Eugenio Lucas, mostraba en cuatro medallones figuras alegóricas a las artes, el baile, la poesía y la música. En el telón de boca una cortina de terciopelo carmesí, alzada por genios, enmarcaba otra de tonos amarillos, bordada en oro y con las iniciales de la reina y el escudo de España en el centro. Más de cien personas figuraban en cuerpo de baile y figuración, ochenta y cinco en la orquesta, setenta y dos en el coro y un centenar en los diversos servicios componían entre otros la amplia plantilla de 447 personas. Veinte reales costaba una platea.
Aquella “Favorita” de Donizetti constituyó un éxito impresionante para todos, especialmente para la Alboni, famosa contralto. El espectáculo estuvo servido dentro y fuera del teatro. Dentro, acomodadores vestidos con guantes blancos, pantalón, chaleco y casaca azul con galón de oro, asentaban al Gobierno en pleno y a muchos notables cuyos nombres corresponden hoy a calles de Madrid (Narváez, Bravo Murillo, Rios Rosas, etc), y en la calle los avisadores de coches vociferando “Medinaceli”, “Osuna”, “Montijo”, “Malpica” o “Infantado”. La reina, que entonces contaba con veinte años, entró con algún retraso acompañada del rey consorte y de la reina madre. En el patio de butacas quedó un solo hueco, muy llamativo, dando lugar al dicho “Fulano de tal brilló por su ausencia”. Aquel Madrid de doscientos cincuenta mil habitantes se conmocionó y un diplomático extranjero describió el teatro como “un conjunto no sobrepujado hasta ahora por ningún otro teatro europeo” y, ya sea como alabanza o como crítica, se escribió que “el oro para construirlo se ha derramado con tal profusión que su peso pudiera casi equilibrarse con el de las piedras que sirven de base al edificio”. Seguro que a todos nos suenan ambas frases.
Sin embargo, los palcos, con sus cortinas de damasco carmesí y su papel imitando terciopelo y en donde curiosamente se prohibía la colocación de perchas, ocasionaban polémica y quejas pues la total separación entre unos y otros perjudicaba seriamente la visibilidad, con lo que hubieron de reformarse posteriormente y rebajar la divisoria hasta una media luna. La segunda función de “La Favorita” parece que fue un desastre: dejó de funcionar la lucerna de cristal y plaqué de oro de la sala con sus ochenta flameros de gas, hubo que suprimir partes de la obra… A pesar de ello la temporada resultó brillante y se ofrecieron “Los Puritanos”, “La Sonambula”, “El Barbero de Sevilla”, “El Elixir de amor”, “La Cenerentola”, el “Otello” rossiniano, “Linda de Chamonix”, Don Pasquale” y “Lucia di Lammermoor”.
A partir de entonces setenta y cinco años de gloria para la lírica en un local que fue centro de la vida cultural y social de aquella España, sin que el incendio en el teatrito del conservatorio en 1867 alterase seriamente su continuidad. Tanto llegó a representar en la vida de la capital que se decía “Madrid no es Madrid hasta que no se abre el Real”. Habrá ocasión de comprobarlo en semanas sucesivas. Gonzalo ALONSO
Últimos comentarios