Crítica: “Thaïs”, poca carne vocal en el Real
Poca carne vocal
Massenet: Thaïs (versión concertante). Plácido Domingo, Ermonela Jaho, Michele Angelini, Jean Teitgen, Elena Copons, Lydia Vinyes-Curtis, Marifé Nogales, Sara Blanch, Cristian Díaz. Director: Patrick Fournillier. Coro y Orquesta Titulares. Teatro Real, Madrid. 26 de julio de 2018.
No recordamos que esta ópera de Massenet se haya puesto en el Teatro Real en los tiempos modernos, lo que convierte este concierto en una auténtica efeméride. Durante muchos años criticada como una especie de caricatura del estilo erótico-religioso, como recuerda Kaminski, la obra, estrenada en la Ópera de París en 1894, ha conocido en los últimos tiempos un reverdecimiento que la coloca como una historia de amor no menos humana que, por ejemplo, Manon. Aunque envuelta en un exotismo, eso sí, un tanto facilón y dotada de rasgos frecuentemente sensibleros, destaca, no obstante, por una sólida orquestación, de variado signo, y por una notable riqueza temática, adosada a escenarios, situaciones o personas. Incluso La célebre Meditación, con muy bello solo de violín, cobra al final, gracias a la habilidad del compositor, una inusitada importancia dramática.
Aspectos que resalta en sus magníficas notas al programa, de signo estético, histórico y musical, Juan Lucas, con el que podemos no estar de acuerdo en la consideración de que la partitura es una comedia lírica envuelta en una fina ironía, algo que no percibimos y que sí estaba en la novela de Anatole France, convertida en libreto por Louis Gallet. Lo que no quita relieve a unos pentagramas expresivos, delicados a veces, tocados en ocasiones de un toque próximo al impresionismo.
La ópera requiere en el papel de la cortesana arrepentida una soprano con hechuras, lírica a ser posible de reflejos spinto, como lo fue la creadora de la parte, la californiana Sibyl Sanderson (1865-1903). Otra americana, Renée Fleming, ha relanzado al personaje en los últimos años. Una de sus páginas más conocidas y de mayor calidad es el aria Ah, je suis seule… Dis moi que je suis belle, contenida, brillante y variada, en tres secciones, que se inscribe al principio del segundo acto y que es somera e inteligentemente analizada por Lucas. En esta oportunidad la desdichada criatura ha sido la soprano albanesa Ermonela Yaho, triunfadora en temporadas anteriores como Cio-Cio-San y Violetta.
Su timbre delgado y penetrante, su excelente técnica, su entrega, su canto legato y su emocionalidad a flor de piel, nos han deparado una interpretación de alto nivel en la que no ha faltado de nada. Pese a su menuda figura, Jaho ha sabido imprimir una extraña tensión, una inesperada fuerza al personaje jugando con gran habilidad con las dinámicas y ofreciendo un canto sinuoso, bien coloreado, con filados, portamentos y sobreagudos –incluido el re natural- de buena calidad, pese a algún sonido desabrido, a un vibrato excesivo y a una falta de consistencia y densidad vocales.
A su lado, haciendo de barítono en la parte del monje cenobita Athanael, que pasa de la pureza a la impureza, en camino inverso al que recorre Thaïs, el veterano tenor Plácido Domingo, en su habitual y anual encuentro con la afición madrileña, que mostró notable inseguridad, siempre mirando la partitura y no perdiendo de vista la batuta en ningún momento. Su canto monótono, monocromo, su timbre, añejo y exento de la oscuridad baritonal precisa, su planicie expresiva impidieron que pudiera dar vida al dubitativo personaje. Dado lo central de la escritura (de si 1 a fa 3) no tuvo problemas de emisión, aun contando con su repetido hábito de colocar ciertas notas en la nariz.
De voz muy clara, no demasiado timbrada y agudos abiertos, el tenor Angelini no encontró especiales dificultades en la parte del ricacho Nicias. Recio y contundente, algo rasposo, el bajo Teitgen como Palemon, superior de la congregación a la que pertenece Athanael. Estupendas las cuatro jóvenes españolas: Elena Copons (Crobyle), Lydia Vinyes-Curtis (Myrtale), Marifé Nogales (Albine) y Sara Blanch (La Encantadora). En particular esta última estuvo segurísima en sus floreos -hasta el re natural 5- del segundo acto.
La interpretación tuvo por lo demás un buen “foso” en el que todo pudo asentarse. Desde el mismo comienzo vimos que Fournillier, un experto massenetiano, se las sabe casi todas en este repertorio. Aunque, como en el recital de Kaufmann, estuvimos aposentados en la fila 2 de butaca de orquesta, a dos metros del escenario, pudimos darnos cuenta de la calibración de intensidades, de la acentuación respetuosa y variada, del sutil colorido otorgado a pasajes de índole danzable, de las irisaciones delicadas con las que se sirvieron momentos estratégicos. Más allá de episódicas desigualdades –por ejemplo, al final del primer cuadro del primer acto-, la lectura fue amena y bastante más que decorativa; y tuvo la debida temperatura en las ardientes frases del final. Coro muy ajustado –que cantó de memoria- y orquesta más que cumplidora, con un concertino invitado –Vesselin Demirev- que tocó magistralmente la Meditación. El éxito fue el que cabía esperar; sobre todo encontrándose Domingo entre los intérpretes. Arturo Reverter
Globalmente estoy de acuerdo con la crítica, pero quiero añadir que estoy hasta la coronilla de que Plácido Domingo, uno de los grandes tenores de la segunda mitad del siglo XX, se adueñe de papeles de barítono, contradiciendo la voluntad del compositor correspondiente, ya sea Verdi o Massenet, y desvirtuando por completo el equilibrio vocal de las partituras. El caso del fanático Athanael, que exige una voz oscura y muy poderosa, es particularmente sangrante, y no puedo entender las aclamaciones delirantes del público, que al parecer cree encontrarse, no en un teatro de ópera, sino en una competición del IMSERSO. Como prodigio vocal de un ancianete, vale, pero nada más. En vez de seguir el digno ejemplo de Teresa Berganza, parece inclinado a emular a Montserrat Caballé, que en sus últimos recitales largaba unos gallos espeluznantes… ¡Qué bueno es saber retirarse a tiempo!