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Por Publicado el: 01/01/2012Categorías: Artículos

¿Traducción o transgresión?

¿Traducción o transgresión?
Los errores del director de escena Martin Kusej en su versión para el Teatro Real de “Lady Macbeth de Mtsensk”, de Shostakovich


Pellas et Mlisande de Debussy, en el Teatro Real
El tema del peso que hoy en día tienen los directores de escena operísticos está sobradamente debatido, pero nunca viene mal volver a él. A lo mejor de esta manera, insistiendo, puede conseguirse una paulatina toma de conciencia para que los responsables de la programación de los teatros vigilen a quién le encomiendan esa misión, frecuentemente desempeñada, y cada vez en mayor medida, por registas que no conocen de la ópera a la que se enfrentan más que el argumento, que no están en los entresijos de la música, una dimensión fundamental. Son directores de teatro en verso o prosa; o también, hoy ya se empieza a dar, directores de cine. Hay que subrayar que lo normal en estos casos es que los designados, por mucho nombre que tengan, sean en general absolutos ignaros en música.

Pongamos un ejemplo bien cercano entre nosotros, el del austriaco Martin Kusej, que acaba de dirigir la producción de Lady Macbeth de Mtsensk, de Shostakovich, en el Teatro Real de Madrid. Nacido en 1961, estudió literatura alemana y ciencias del deporte y arte escénico en Graz y empezó una carrera teatral que se extiende todavía hasta hoy. Su contacto con la ópera se inició en Stuttgart con King Arthur de Purcell. Ignoramos sus conocimientos musicales, pero a la vista de lo que ha ideado en esta puesta en escena, estrenada en Amsterdam, o no son muchos o los ha pasado por alto; lo mismo que se ha despachado a gusto con el mismo libreto, escrito también por el compositor.
Para servir una ópera escénicamente –sin olvidar que el libreto (y sus acotaciones) está íntimamente ligado a la música, y más en un caso como el presente- no es necesario, por supuesto, a día de hoy, en tiempos modernos, seguir al pie de la letra las indicaciones físicas, de movimientos, gestos, atrezzos y demás, ni tampoco respetar fidedignamente épocas, sucesos, paisajes o acontecimientos, sino servir el mensaje profundo, cumplimentar el sentido auténtico y verdadero formulado por la unión de pentagramas y texto. Lo que podríamos denominar significado poético musical. Claro que encontrarlo es labor de cada uno y ofrece pocas garantías de objetividad. Pero es que, no lo olvidemos, la objetividad no existe, aunque haya que intentar acercarse lo más posible a ella.
Recordemos un famoso montaje de Der Freischütz de Weber debido a la alemana Ruth Berghaus. Fue estrenado en la Ópera de Zurich hace ya más de una decena de años. En contra de lo que uno podría pensar, no había en escena ni bosques, ni árboles, ni cazadores. La época era indefinida, ni moderna ni antigua. Todo funcionaba gracias a una estratégica iluminación y a una planificación geométrica. Pues bien, en esa producción los elementos fundamentales definitorios de la obra quedaban en evidencia detrás del insólito envoltorio.
La ópera que ha precedido a Lady Macbeth en el Real ha sido Pelléas et Mélisande de Debussy, una obra delicada, sugerente, simbolista, en cierta medida gótica y tenebrosa. La mirada del director de escena, el célebre y manierista Bob Wilson, ha sido, desde luego, refinada y exquisita, con los típicos movimientos congelados y el estatismo y esteticismo propios de su estilo. Pocos y estilizados decorados, medida iluminación en busca de un mundo rarefacto e irreal. La música, impresionista y maravillosa, encajaba bien en esa visión, lo mismo que la historia. Bien que otras aproximaciones podrían haber sido igualmente válidas. Se tomaban muchas libertades en la letra; pero no en el espíritu. Lo contrario que ha sucedido en la ópera de Shostakovich, en la que se han traspasado unas barreras que para el que suscribe deforman bastante el original y su autenticidad y que en la mayoría de los casos suponen la aplicación de efectos gratuitos que lo transgreden sin mejorarlo.
Martin Kusej se ha arrogado el derecho de cambiar algunos de los elementos clave de una obra que determinó que su autor fuera denigrado por las autoridades de su país a raíz del estreno en el Teatro Malij de Leningrado, el 22 de enero de 1934. Dos años más tarde aparecía en el diario Pravda un artículo que hablaba de “caos en vez de música”. La ópera, que curiosamente había sido bien acogida por el público, desapareció enseguida de las escenas soviéticas. Regresó el 8 de enero de 1963, ya muerto Stalin, en una nueva y suavizada versión, con el título de Katerina Izmailova.
LAS TROPELÍAS DE KUSEJ
Aquí se ha partido, naturalmente, de la versión primigenia. La puesta en escena de Kutej está llena de detalles, pero se aparta en buena medida de la poética primordial ideada por Shostakovich. El espacio escénico está excesivamente limitado en toda la primera parte –en este caso la división se hace en la mitad del acto III- por un enorme invernadero -un símbolo facilón alusivo al aislamiento de Katerina, la infeliz protagonista-, que no deja lugar para las evoluciones del coro de trabajadores, que se mueven con dificultad y mal iluminados. El regista se inventa, entre otras, una escena absolutamente gratuita, que tiene por fin reforzar la vesania del pueblo en su ataque y escarnio de la cocinera Aksinya, exagerando las tintas, suficientemente gruesas en el original. La burla de los trabajadores, y el personaje no deja de gritarlo, no pasa de la rotura de la falda de la pobre mujer. Pero ésta aparece en bragas, con los pechos al aire.
Por otro lado, la entrada a ese espacio acristalado en el que está encerrada Katerina no se hace muchas veces atravesando sus puertas –únicamente cuando al regista la apetece-, sino encaramándose al techo mediante largas escaleras portátiles, lo que promueve un continuo y absurdo trasiego. Es imposible de esta manera que los personajes de la joven, de su amante, de su suegro y de su marido se vean a veces entre sí. Las escenas de la policía y de la boda están, por el contario, bien y graciosamente resueltas, con agilidad y ritmo, aunque en la segunda el movimiento de figurantes y coro es confuso.
No se entiende que la bodega donde se encierra el cadáver del marido sea sustituida por una tumba. A este respecto podemos recordar que el hijo del compositor, Maxim, en declaraciones a Mijaíl Árdov criticaba claramente que se cambiara ese lugar por otro. Se refería a la decisión de cierto director de escena de sustituirlo por el maletero de un coche. Él mismo comentaba así el hecho: “¡Qué idea más estúpida! Le expresé al director mi perplejidad insistiendo en que era necesario atenerse a la concepción del autor: y me contestó: ‘Sabe, Maxim Dmítrievich, ahora ya nadie trabaja de esa manera … ‘.”
Shostakovich era muy puntilloso en relación con la puesta en escena de su ópera. Y tenemos testimonios en el libro de Árdov que lo ponen de manifiesto. Se recoge a continuación un párrafo en el que escuchamos la voz del propio músico: “Cuadro tercero. Cuando Serguéi entra en la alcoba, se ve una luz intensa en la puerta. ¿De dónde viene esa luz? ¡Se supone que la cosa está ocurriendo de noche! Al final del cuadro, después de la frase ‘¡Katia mía!’, enseguida se han de apagar las luces y bajar el telón…” “Cuadro quinto. Quitar las luces después de la frase: ‘¡Apriétame fuerte a tu corazón!’. Que siga sonando la música, y nada más. Antes de la llegada de Zinovi Borísovich, Katerina y Serguéi hablan demasiado alto. Mejor que hablen murmurando o musitando”.
En la sui generis interpretación de Kusej se subraya extraordinariamente el erotismo, como se ha podido ya deducir al leer lo relativo al ataque a la cocinera. Es un erotismo violento y desarbolado, con coitos, revolcones, continuos besos y abrazos, con semidesnudos -¿por qué no desnudos integrales?- de los dos amantes. Resulta al respecto de una ingenuidad absoluta la típica secuencia seudocinematográfica, con luces alternas. Aquí Shostakovich era tajante: “Ya he visto varias escenificaciones de mi ópera. En el montaje de Londres y, especialmente en el de Zagreb, han puesto demasiado énfasis en lo erótico, cosa que me parece absolutamente inadmisible. He logrado corregir algunas cosas tanto en un sitio como en otro.”
Es significativo también este otro párrafo: “Las principales emociones de Katerina Lvovna deberían ser éstas: el amor y la lástima por Serguéi, el miedo que siente por Serguéi y por sí misma y los remordimientos que la atormentan a raíz del asesinato de Borís Timoféievich. Serguéi ha de ser un canalla, pero, al mismo tiempo, debería entenderse por qué Katerina quiere a ese hombre. Su aspecto externo no debería ser el de una persona miserable. En el teatro Stanislavsky tiene un aspecto demasiado deleznable y no se entiende cómo pudo Katerina haberse enamorado de alguien tan miserable …”
Aunque creemos que lo más discutible del montaje que estudiamos se da en el último cuadro. Ahí Kusej ha perpetrado la típica tropelía de hoy: se salta a la torera no sólo lo dispuesto en libreto y organiza un número que puede perseguir un loable fin expresivo: mostrar el sojuzgamiento de un pueblo, con el poder de los vigilantes arriba y los prisioneros abajo; pero que contradice la lógica narrativa, las palabras que se pronuncian, las actitudes que se describen y, como se decía, la poética de todo el plan rigurosamente trazado por el compositor. En vez de la estepa salvaje como horizonte sin fin, una suerte de sótano húmedo sostenido por barras metálicas en el que todos están en paños menores –algo muy propio para las temperaturas siberianas- y van de un lado a otro chapoteando. Hombres y mujeres aparecen mezclados, lo que deja sin sentido los sobornos para pasar de una sección o a otra. Sonietka, la nueva pareja de Serguéi, no está enamorada de éste, según el compositor-libretista, por lo que no debe besarlo.
Tiene su lógica que Katerina estrangule a su oponente con las medias tal y como está planteada la historia por el director de escena, pero no tal y como la había pensado el músico. La secuencia está además muy mal hecha, no se ve nada. Katerina; ¿se cuelga o la cuelgan? No se aprecia. Con lo bello que es ese final en la ópera, con la naturaleza como receptora del dolor, la desgracia y el pesar de la protagonista. El río acogedor termina con los sufrimientos de Katerina. En esta producción todo eso se elimina y trastoca.
Arturo Reverter

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