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Por Publicado el: 11/08/2024Categorías: En vivo

Critica: Tristan e Isolda, insulto y asesinato en Bayreuth

FESTIVAL DE BAYREUTH 2024

Tristan e Isolda. Insulto y asesinato en el Festspielhaus de Bayreuth

TRISTAN E ISOLDA, de Richard Wagner. Ópera en tres actos, con libreto de Wagner. Repar­to: Andreas Schager (Tristan), Camilla Nylund (Isolda), Olafur Sigurdarson (Kurwenal­), Christa Mayer (Brangäne), Günther Groissböck (Rey Marke), Birger Radde (Melot), Matthew Newlin (Joven marinero), Daniel Jenz (Un pastor), Lawson Anderson (Timonel). Director de esce­na: Þorleifur Örn Arnarsson. Escenografía: Vytautas Narbulas. Vestuario: Sibylle Wallum. Dramaturgia: Andri Hardmeier. Iluminación: Sasha Zauner. Coro y Orquesta titula­res del Festival de Bayreuth.  Direc­ción de coro: Eberhard Friedrich. Direc­ción musical: Semión Bichkov. Lu­gar: Festspielhaus de Bayreuth. Entrada: 1974 espectadores (lleno). Fecha: 9 agosto 2024.

Tristan e Isolda. Insulto y asesinato en el FestspielhausTRISTAN E ISOLDA, de Richard Wagner. Ópera en tres actos, con libreto de Wagner. Repar­to: Andreas Schager (Tristan), Camilla Nylund (Isolda), Olafur Sigurdarson (Kurwenal­), Christa Mayer (Brangäne), Günther Groissböck (Rey Marke), Birger Radde (Melot), Matthew Newlin (Joven marinero), Daniel Jenz (Un pastor), Lawson Anderson (Timonel). Director de esce­na: Þorleifur Örn Arnarsson. Escenografía: Vytautas Narbulas. Vestuario: Sibylle Wallum. Dramaturgia: Andri Hardmeier. Iluminación: Sasha Zauner. Coro y Orquesta titula­res del Festival de Bayreuth.  Direc­ción de coro: Eberhard Friedrich. Direc­ción musical: Semión Bichkov. Lu­gar: Festspielhaus de Bayreuth. Entrada: 1974 espectadores (lleno). Fecha: 9 agosto 2024.

Escena de Tristan e Isolda Fotografía Enrico Nawrath

Acusar de “asesinato” es grave, gravísimo. Pero esto y no otra cosa es lo que ha hecho el director de escena islandés Þorleifur Örn Arnarsson (Reykjavik, 1978) con Tristan e Isolde en la única nueva producción presentada por el Festival de Bayreuth como título estelar del año.

El islandés perpetra el atentado de múltiples maneras, ante una escenografía de juzgado de guardia fatalmente iluminada por Vytautas Narbulas. Visto lo visto y lo no visto, mejor que se hubiesen fundido los plomos y que la función hubiese transcurrido en absoluta oscuridad. Fue una representación en la que solo cabe aplaudir, con fervor wagneriano, al pletórico Tristan de Andreas Schager -quizá el mejor de las últimas décadas-; a la estupenda Orquesta del Festival, y a un parsimonioso Semión Bichkov (San Petersburgo, 1952) que no dejó escapar detalle en una lectura ensimismada, meticulosa, fogosa y apasionadamente preciosista. Una referencia.     

Contrastaba la genialidad del foso invisible de Bayreuth con la estulticia escénica, cuya simpleza se siente como un insulto al maná musical que brotaba de la orquesta. Desde su palmaria ignorancia, Þorleifur Örn Arnarsson trata estérilmente, en su primera y ojalá que última incursión en el creador del Ring, de suplir su evidente falta de talento y conocimiento del lenguaje escénico y musical wagnerianos a base de inventar sandeces que vulneran lógica, estética y sentido. Tela marinera lo de poner a los dos amantes de frente y empujándose las frentes como si fueran dos carneros peleones… Por no hablar cuando Isolde de repente, cae redonda, desvanecida, de modo tan estúpido como Salud en La vida breve. 

Tras el romántico y bello último Tristan e Isolde bayreuthiano, firmado por el muniqués Roland Schwab y visto por última vez en 2022, el de Örn Arnarsson se perfila como un insulto grotesco y múltiple: desde alterar la clave de los filtros de amor y muerte, en un infantiloide juego de párvula ingenuidad  en el que ni Tristan ni Isolde ingieren ningún filtro de amor, y en el que tampoco Brangäne cambia el de la muerte por el del amor. Lo de mantener a distancia sideral a los dos protagonistas en el incandescente dúo de amor del segundo acto es otra sandez, como el estúpido y kilométrico traje de Isolde, que la mantiene inmovilizada durante el primer acto; un traje que todos pisan y arrastran, para violar así el respeto de la distancia y humillar la dignidad que se supone a la joven princesa de Irlanda y prometida del Rey Marke de Cornualles. Para colmo, el número cuando, desprovista por fin de la ridícula falda y liberada ya de sus quince metros (o así) de diámetro, la pobre princesa se queda con un ridículo miriñaque propio de mínima minifalda…

Interminable la relación de atropellos de esta estulticia que marca uno de los puntos más infames del nuevo Bayreuth de Katharina Wagner, con tres actos convertidos en tres despropósitos. En el primero, Isolde y su vestido parece, más que ella, un esperpéntico gazpacho entre Manolita Chen (la del Teatro Chino), Joséphine Baker y una fallera mayor en día de proclamación. El segundo transcurre en una abigarrada escena que más parece una cacharrería, en la que, entre penumbras, el espectador no alcanza a adivinar dónde diablos se ubica cada cantante/personaje. Ni que decir tiene que nada de “Jardines con grandes arboles delante de la habitación de Isolda”, como dice el libreto, sino que -se intuye- que ha sido desubicada en la sentina de dios sabe qué barco. Al final, en el tercer acto, el despiporre llega a su cima cuando un poderoso foco apunta directamente a la pupila de cada espectador y se empeña en dejar a todos cegatos. Aunque, bien visto, quizá fue lo mejor de la noche: obligó a todos a apartar la mirada al escenario o a cerrar los ojos. En ambas y únicas alternativas, el espectador quedaba durante unos segundos que parecieron de oro liberado del dislate escénico. ¡Un horror!

En la otra cara de la moneda, Andreas Schager cantó un Tristan henchido, arrojado. De fortaleza y vigor vocal a lo Melchior; y fraseado a lo Windgassen. El viernes, cuando Sacher era Tristan, el espectador parecía sentirse en el Bayreuth soñado de antaño. La generosidad y entrega del tenor austriaco, de 52 años, apabulla tanto como la belleza vocal y su fraseo matizado y natural, tan alejado de acostumbrados exabruptos. Una manera de cantar que recupera y reivindica el mejor canto wagneriano. Desde el primero al último momento, Schager se mostró sin reservas ni atisbo de cansancio o apuro. Entrega total en una noche redonda, con los puntos culminantes del dúo de amor del segundo acto, y un pletórico monólogo en el tercer acto que hay anotar como uno de los momentos más memorables del último Bayreuth. 

A su lado, Camilla Nylund, wagneriana veterana y de pro, que a sus 56 años compone una Isolde cuyas aristas más vulnerables quedaron subrayadas por el hecho de contar con un Tristan de la potencia y plenitud de Schager. Quizá de haber tenido un tenor más “terrenal”, sus apuros y apreturas en un rol tan brutal como Isolde hubieran quedado más inadvertidas, y eso pese que a que Schager, generoso en verdad, nunca forzó la máquina en sus intervenciones con Isolde. En la Nylund se aplaude y aprecia el estilo, la honestidad de una cantante que se las sabe todas, de una artista que vibra, siente y se sumerge en el personaje, incluso en un montaje tan deplorable como este. Pero los años y la vocalidad -nunca ha sido, y menos ahora, una soprano dramática- son latentes. La voz se pierde en los graves, mientras que en el centro carece de anchura y resonancias. Queda el fraseo, el gusto y el estilo. No es poco, por mucho que en el Liebestod se sintiera agotada y agostada. Al final, en los saludos, cuando irrumpió en solitario, el público la aplaudió y braveó a discreción. Posiblemente más a su carrera y honorabilidad artística que a lo que objetivamente se había escuchado.

Semión Bichkov cuidó y mimó todo con exquisito sentido wagneriano. Administró las tensiones e intensidades con mano magistral. Dejó al tempo fluir, respiró con los cantantes y cantó él mismo con la orquesta. Todo transcurre sin prisa, y se regodea en el prodigio, en los prodigios que atesora la partitura. Desde el comienzo, desde el primer instante, desde esas cuatro notas que preceden el “acorde de Tristan”, dejo claro el protagonismo sinfónico de su versión. Estableció un ideal colchón sonoro que fue coprotagonista de una voces que encontraron en él su mejor aliado. El equilibrio y el balance -no solo dinámico- entre foso y voces fue ideal y perfecto, como solo se puede producir en la acústica complica pero única de Bayreuth y su foso invisible. 

Y poco más relevante. La verdad. Empujado por la errática dirección escénica, Günther Groissböck entregó su Rey Marke a una visión cabreada, histérica y hasta agresiva, que nada tiene que ver con la nobleza y dolor contenido del personaje. Vocalmente, tampoco tuve el fuste  que requiere el que es uno de los monólogos operísticos más exigentes y emocionantes. Tosco y rudo fue el atenorado Kurwenal del barítono Olafur Sigurdarson, que ha saltado de Melot en 2022 al fiel escudero de hoy, mientras que Christa Mayer fue una pálida Brangäne, cuya nocturnal llamada de atención del segundo acto “Einsam wachend in der Nacht” quedó tan inadvertida que los amantes casi ni se enteraron…, y pasó lo que pasó. En la memoria, la Brangäne de su inolvidable tocaya Christa Ludwig.  Pero eran otros tiempos, por mucho que ahora revivan -excepcionalmente- en la voz hoy sin parangón de Andreas Schager. Solo por él, por la Orquesta prodigiosa del Festival y por la dirección fascinante de Bichkov, merece la pena no perderse este fallido Tristan. Ahora, si se anima y atreve, mejor que se traiga gafas de sol, o, mejor aún, un antifaz de esos que se usan en los vuelos intercontinentales. Se librará así del grave y gravísimo dolor del insulto y asesinato. Justo Romero.

Un comentario

  1. Pedro García Fernández 30/08/2024 a las 19:47 - Responder

    Yo también estuve contrariado el día 28 por la puesta en escena del Oro del Rin. Una pena ir desde Madrid a ver a Wotan en pantalón corto, a las Hijas del Rin en una piscina, y todo contra el Mito del Anillo.

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