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Un “Turandot” de agudos
“Elias” desde el academicismo
Por Publicado el: 19/09/2009Categorías: Crítica

Un público para un cantante y viceversa

Un público para un cantante y viceversa
CRÍTICA MÚSICA
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ISMAEL JORDI
Programa: Canciones, arias y romanzas de G. Rossini, J. Turina, A. Ginastera, F. Flotow, G. Donizetti, F. Cilea, F. López, J. Guerrero, R. Soutullo, J. Vert y A. Vives. Piano: Rubén Fernández Aguirre. Fecha: Viernes, 18 de septiembre. Lugar: Teatro Villamarta. Aforo: Lleno.

Andrés Moreno Mengíbar
El flujo de las dinámicas sociales y de los usos culturales de las colectividades ciudadanas está sometido, como todos los fenómenos colectivos, a la posibilidad de que un acontecimiento inesperado o un elemento no considerado inicialmente en el proceso sea capaz de actuar de catalizador, es decir, de acelerador de los mecanismos de decantación y de solidificación de una manera diferente de situarse frente al hecho cultural. En el caso jerezano, es evidente que la reapertura del Teatro Villamarta hace trece años y su apuesta arriesgada por la ópera y la zarzuela, han transformado radicalmente el hábito de consumo y asimilación cultural de buena parte de la sociedad local, hasta alcanzar niveles de madurez de asimilación de la lírica como parte necesaria de la dinámica jerezana, lo que sustenta a su vez la permanencia del proyecto del teatro. Pero es también indudable que a veces, en este encadenamiento de actitudes colectivas ante el hecho cultural (musical en este caso), hay sucesos inesperados o no calculados previamente que aceleran e intensifican el mecanismo de identificación social con lo cultural. En este caso, la aparición de un artista jerezano como Ismael Jordi, de carrera imparablemente ascendente, con proyección cada vez más internacional, pero que regresa periódicamente a cantar en su ciudad, ha ejercido, ejerce y hacemos votos para que lo siga haciendo durante muchos años, de elemento precipitador de la identificación de parte de la sociedad jerezana con la ópera. Lo cual, por otra parte, además de suponer un sustancial paso adelante hacia la plena madurez cultural de la ciudad, se manifiesta en los actuales momentos de recortes y congelaciones de los presupuestos del teatro como una llamada ciudadana a los responsables políticos para que sigan apostando sin miedo y sin limitaciones por el proyecto del Villamarta y por lo éste supone para la propia identidad cultural de la ciudad.
En el recital del viernes confluyeron dos apasionantes momentos de madurez: la de un público y la de un cantante. Porque Ismael Jordi, a los diez años de sus inicios profesionales, se ha situado ya en un momento de especial madurez como artista. Sin perder nunca la frialdad de cabeza a la hora de programar su carrera y sin olvidar que el cerebro es el que manda sobre la voz, Jordi ha desarrollado un perfil interpretativo que, desde la intimidad, la sensibilidad y la identificación de los sentimientos, consigue provocar silencios realmente impresionantes entre el público. Pocas veces hemos sentido en el Villamarta un silencio tan apabullante como el que se hizo durante el recital con el que el jerezano recordó a su querido maestro fallecido ahora también hace diez años. Y ese silencio, denotador del grado de identificación entre cantante y oyente, se consiguió porque Ismael emociona desde la primera nota, desde el primer ataque, desde el primer filado, desde el primer pianissimo. El control técnico de la voz en estos momentos es casi completo (queda por resolver algo mejor los pasajes de agilidad, como se pudo ver en La danza, algo rígida), eliminados los tonos nasales y caprinos que en su momento tenía su manera de emitir las notas superiores, ahora mucho mejor proyectadas hacia la máscara y no sólo hacia los senos nasales. Con ello la franja aguda ha ganado en anchura y en riqueza de armónicos. A su vez, es ahora más segura que nunca la flexibilidad en el manejo de la voz, la capacidad de adelgazarla en interminables sfumature para luego agrandarla, diseñando una fantástica mesa di voce, como la que cierra en su voz Una furtiva lagrima. Y, en tercer lugar de este análisis técnico, sobresale en el cantante su dominio de algo tan complejo como el uso de las medias voces, de esa amplia gama de dinámicas y de formas de emitir que se sitúan más allá de la zona de paso y que, siguiendo las instrucciones de Kraus, nunca llegan a coronar en falsete.
Pero la verdadera seña de identidad del estilo de canto de Jordi, sustentando en estos tres pilares técnicos mencionados, es la morbidez del fraseo, la enorme riqueza de matices con los que cincela la interpretación de cada pieza. Es verdad que un estilo tan obsesionado con el detalle y el matiz corre el riesgo de caer a veces en el amaneramiento, en la ralentización y en la exageración, como alguna vez le pasaba a Kraus y como me pareció que le sucedió a Jordi en, por ejemplo, el Lamento de Federico o en Flor roja, donde tanta búsqueda de inflexiones y de filados desdibujaba un tanto la línea conjunta de la música. Con todo, hoy es difícil encontrar un tenor capaz de sacarle tanto partido y de descubrir nuevos recovecos expresivos en piezas como Tombe degli avi miei o Por el humo se sabe dónde está el fuego, los dos mejores momento de la noche junto con el bis de Una furtiva lagrima. Esa capacidad expresiva, fundamentada en un riquísima paleta de dinámicas, le permite sacar oro de piezas ligeras como las de Le chanteur de Mexico, toda una maravilla de encanto y de buen gusto; o de momento íntimos como la Canción al árbol del olvido, toda una lección de vocalización y de legato.
Para culminar la noche, Jordi tuvo a su lado a otro enorme artista. Rubén Fernández Aguirre es mucho más que un acompañante. Es, ante todo, un gran músico capaz de orientar a los cantantes sobre la manera de abordar cada pieza y cada pasaje. Y como pianista sobresale por lo detallista de su interpretación, por la riqueza de matices de su interpretación (los ritmos sincopados, por ejemplo, fueron perfectos) y por la riqueza de color que consigue del piano en, por ejemplo, las piezas de Turina o de Ginastera. Un espontáneo del público lo resumió a la perfección: ¡Olé los pianistas buenos!

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