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La Real casa
Dos ausencias
Por Publicado el: 15/01/2005Categorías: Artículos de Gonzalo Alonso

VICTORIA DE LOS ÁNGELES, ADIOS A LA DULZURA Y A LA HONESTIDAD EN LA LÍRICA

VICTORIA DE LOS ÁNGELES, ADIOS A LA DULZURA Y A LA HONESTIDAD DEL ARTE
Ayer falleció Victoria de Los Ángeles. Lo hizo en silencio, sin una sola declaración de su entorno, por otro lado cada vez más limitado. José Antonio Campos me llamó por Noche Buena para contarme que había ingresado en la clínica Teknon de Barcelona en estado prácticamente irreversible. Desde entonces recé, más que por un milagro, porque no hubiese sufrimientos. La vida no le fue nada grata a la soprano de la dulzura. En los últimos años sufrió media docena de enfermedades de cierta importancia, pasó por el terrible dolor de perder a un hijo al que llevaba cuidando año tras año en sus limitaciones. Hubo que prescindir de alguna de las personas que habían estado más cercanas, pero que le habían hecho un flaco servicio. Tuvo que trasladarse a una casa más modesta ante apuros económicos que no le solucionaron del todo el Premio de la Fundación Guerrero y de los que hubiera podido salir de haber tenido menos exigencias consigo misma en su carrera… No, sin duda Victoria no se merecía nada de ello y es bien triste pensar en la soledad con la que ha cargado una cruz tan grande. Tanto dolor había en su vida que ni siquiera aquellos que más la amaban tenían fácil el acceso a ella. Ni la propia Alicia de Larrocha, tantas veces compañera querida y promotora del último homenaje que se la tributó en Madrid. Ni siquiera tuvo fuerzas para asistir a él o para recoger el premio de la Fundación Guerrero. Simplemente se sentía demasiado débil para ver a alguien.
Yo nunca podré olvidar a Victoria de Los Ángeles, la soprano de la dulzura, del encanto insuperable en el fraseo, de la sutileza en el decir. Y menos aún de la estupenda persona siempre fue. Recuerdo muy bien la larga conversación que mantuvimos tras una actuación en el Carlos III del Escorial. Hablaba sin tapujos, con la claridad y sinceridad por delante. Afortunadamente puede tener una tranquilidad, allá donde esté, que hay varias generaciones que nunca la olvidaremos, pues su aportación a la música ha sido ampliamente recogida discográficamente y sus interpretaciones son objeto de culto y veneración en todo el mundo. Nadie le podrá arrebatar este honor, un honor que distingue a muy pocas figuras.
Victoria de los Ángeles López nació en Barcelona un 1 de noviembre de 1923. Hija de un bedel de la Universidad de Barcelona, recibió de su madre el amor a la música. Disfrutaba con Vivaldi y Monteverdi. Puso en práctica su afición cantando por las aulas y el inmenso jardín de la universidad, sin arredrarse ni ante los bombardeos que sufría la ciudad. En aquellas clases vacías experimentó las resonancias de su voz, a la que de vez en cuando acompañaba con una guitarra. Su padre tenía una predilección especial por la biblioteca y, quizá debido a ella, la joven Victoria se enamoró de la poesía y de la prosa poética. Las fábulas de Samaniego y luego las obras de Santa Teresa, San Juan de la Cruz y Rilke se convirtieron en libros de cabecera. Fue una juventud sin apenas amigos, a solas, con sus libros, sus cantos y sus rincones. Así desarrolló ese intimismo característico de su arte magistral. Aprendió a despreciar el artificio y concentrarse en la verdad. Desarrolló una vida interior grande que, en un momento determinado, habría de explotar en la necesidad de comunicarse, de llegar a los demás. Y lo consiguió.
Todo empezó en un concurso de Radio Barcelona. Tenía dieciséis años y se presentó a él tras modificarse las bases para poder admitir a alguien tan joven. Cantó Mimí y ganó las mil pesetas del premio, que entregó en su casa salvo las que retuvo para comprarse un libro y aquella muñeca que nunca había logrado tener. A partir de ahí, gracias a los conciertos radiofónicos, aumentó los ingresos familiares en 75 pesetas mensuales, más de lo que ganaba su padre. En seguida conoció al grupo amateur “Ars Musicae”. Aquellos “Blancanieves y los siete enanitos” -era cómo se les apodaba- interpretaban música medieval y barroca. Tras unos intensos años de preparación llegó el 19 de mayo de 1944 y la joven promesa subió al escenario del Palau de la Música para cantar con su grupo arias, lieder y canciones. Luego, el 13 de enero de 1945, llegó el Liceo con la condesa de “Las bodas de Fígaro” mozartianas. Desde entonces, y hasta la “Pelleas y Melisande” madrileña de 1980, permanecerían hermanados recitales y óperas. De hecho llegó a incluir como cláusula de sus contratos el presentase en cada ciudad nueva con un concierto, antes de debutar en una ópera. Nunca quiso ser considerada la cantante de ópera habitual. El 6 de marzo de 1945 pisó por vez primera un escenario madrileño, el del teatro Calderón, ahora el tan controvertido escenario lírico. Desde entonces la capital se convirtió en su segunda casa si no en la primera. Pero si la calidad quedó demostrada y se le auguró en las críticas un “porvenir halagüeño” todavía quedaba que se cruzase en su camino otro factor sin el cual es imposible la gran carrera internacional y a Victoria de los Ángeles se le cruzó la suerte y pudo abandonar el “López” de su apellido y alcanzar la celebridad tras debutar, prácticamente en el mismo 1949, en la Scala, el Covent Garden, la Ópera de París, el Carnegie Hall y el Metropolitan neoyorquino.
Con la fama internacional vinieron los olvidos nacionales y mientras deleitaba al mundo con sus inolvidables Mimí, Manon y Butterfly -los tres papeles quizá más identificativos tanto en lo vocal como en lo sentimental- España sólo la reclamaba para recitales. La EMI la contrató en exclusiva en 1948 y entre ambos nació un amor fiel. Aquellos tres personajes llegaron al disco junto a otros varios y los recitales. Años, los cincuenta, sin duda inolvidables. Y todo con discreción y sin burbujas en la cabeza. Hasta el final Victoria se consideraba más aficionada que profesional, término que nunca la satisfizo. Esa ausencia de divismo e incluso, si se quiere, de ambiciones vanas la hicieron especialmente querida entre sus compañeros de escenario. En seguida se daban cuenta de que con ella “no había nada que temer”. Ella nos cantó a Verdi o a Puccini con el mismo cuidado que a Schubert. Con inteligencia, con una musicalidad sin tacha, con una afinación precisa y respetando escrupulosamente al compositor. Victoria fue siempre la “verdad” en la música. La capacidad para diferenciar épocas y estilos, la hondura en la expresión, la claridad y la aristocracia en la dicción, la homogeneidad en todos los registros, la naturalidad, la sutileza en el fraseo, la intención, la picardía y la gracia fueron claves en ella. Y, sobre todo ello, la seducción comunicativa.
La versatilidad, siempre dentro de sus posibilidades vocales, fue tal que un 1961 fue llamada por Wieland Wagner, para la Elisabeth de “Tannhäuser”. Victoria, que había recibido el amor al wagnerianismo a través de representaciones en el Liceo y de los textos traducidos al catalán que le habían hecho llegar sus compañeros de “Ars Musicae”, se convirtió en la primera cantante española en abordar en Bayreuth un papel estelar. De Wagner fue una de sus óperas preferidas, un “Tristan e Isolda” que le hacía llorar cada vez que lo veía en un escenario. Sin duda, alguna de esas veces, deseó ser Isolda, pero ella siempre supo cuál había de ser su repertorio en cada momento.
La voz purísima de la soprano poseía un timbre tornasolado cuyos colores han sido comparados con los de Tintoretto. El instrumento, dulce y delicado como el cristal, ha reflejado siempre las vicisitudes de Victoria mujer. Por eso, en la década de los sesenta y tras un grave y profundo desengaño sentimental, surgió la crisis. Fueron años difíciles tanto en lo profesional como en lo personal. La voz se rebeló y el afán autoperfeccionista complicó aún más las cosas. Las notas no le salían como deseaba y el abatimiento aumentaba. Durante este periodo se afianzó el carácter resignado de Victoria, que le llevó a admitir las cosas como venían, a aprender a vivir la vida tal y como era. Y se sobrepuso para completar un carrera de la que nos ha dejado hasta la fecha 22 óperas completas, en la que obtuvo seis Gran Prix du Disque, ocho Grammy y un Thomas Edison, así como la medalla de oro de Bellas Artes, el Premio Nacional de Música, el Príncipe de Asturias, la ciudadanía de honoraria en la ciudad de Nueva York, la Orden de la Legión Francesa, el Premio de Música de la Fundación Guerrero o la especialmente emotiva investidura “Honoris Causa” por aquella Universidad de Barcelona donde trabajó su padre. Fue grande en una época de grandes, la de Callas, Tebaldi, Olivero, Nilsson, Schwarzkopf, Sutherland o Genzer.
¿Quién no conserva como oro en paño sus grabaciones de los tres personajes anteriormente citados, de Charlotte, Margarita, Salud, Amelia, Lauretta, Sor Angélica o Carmen? Y qué no decir de sus discos de zarzuela y, quizá por encima de todo, sus ciclos de lied en solitario, con Fischer-Dieskau o con Elisabeth Schwarzkopf y el siempre genial Geral Moore.
Victoria predicó con el ejemplo hasta el último momento de su carrera. Impuso siempre sus convicciones éticas y profesionales. Así, por ejemplo, se negó a participar en una campaña publicitaria de los productos de una joyería catalana en los años noventa, en medio de una crisis económica personal. Dijo que no. Le contestaron : “Pero, señora De los Ángeles, aún no le hemos dicho ni cuánto le pensamos pagar”. ‘Ni me lo digan, no quiero ni oírlo’, les respondió. Esa era Victoria y, al poco tiempo, hubo de vender su casa de Valviedra.
A Victoria, a diferencia de la mayoría de las artistas, no sólo se la admiraba. A Victoria se la quería. Su falta de vanidad, su espíritu sereno, su ausencia de materialismo, hacía que muchos la viésemos como la veía Giuseppe Campora, como “la sorellina”. Y es que, como dijo su admirador Ramón Gaya, “Ella no es solamente una gran cantante, sino un gran espíritu”. Por eso todos los que amamos el Arte con mayúscula y la honestidad personal nos sentimos hoy huérfanos de nuestra “sorellina” . Gonzalo ALONSO

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