Y la orquesta despertó. Un cuento críptico
Y la orquesta despertó. Cuento críptico para hacerles pensar, en el que nada es lo que parece y todo lo es.
Erase una vez una orquesta emblemática. Dependía de una fundación con un presidente muy considerado. Su presupuesto se nutría de su propia caja, los patrocinadores, lo que la fundación aportase y lo que el gobierno le entregase. La agrupación se autogestionaba artísticamente y elegía periódicamente a su director, que lo era tanto musical como artístico. La orquesta llevaba años problemáticos. Antes muy admirada en el mundo y tranquila en su interior había entrado en una cierta crisis cuando se le ocurrió nombrar un director que puso en cuestión cuanto se había hecho hasta entonces sin haberlo declarado previamente a su elección. Los cambios en el repertorio tradicional alejaron a su público y su economía entró en una profunda crisis que acabó costando el cargo a aquel director, para llegar al podio quien logró salvar los muebles económicos, pero sin talante para acometer otros grandes desafíos que se habían ido planteando tiempo atrás y que acabaron por explotar. Los miembros de la orquesta empezaron a dividirse tanto como su público. Unos le apoyaban y otros no. En un momento determinado, a causa de un malentendido sobre la tesorería, sus detractores lograron su cese.
Había un joven con buena planta, arrojos y una capacidad sin igual para la falsedad que, de casa en casa, fue convenciendo a los músicos de lo bien que podría reconducir la situación del conjunto. Supo también engatusar al público a través de múltiples apariciones en los medios de comunicación, prometiendo el repertorio que mayoritariamente aquel deseaba. Logró subir al podio. A partir de ahí la orquesta no levantó cabeza. Los profesores se enemistaron unos con otros como jamás había sucedido y el público también se dividió al comprobar que de lo prometido en sus discursos, nada de nada. El repertorio que escuchaban semanalmente no era el prometido. Pero contaba con la mayoría de los atriles más levantiscos, aquellos que controlaban el sector de su audiencia más movilizada. Metales y percusión, los más ruidosos, obtenían concesiones permanentemente.
Al paso de los meses la caja se resentía, los patrocinios también y el presidente de la fundación, al que había ninguneado, estaba inquieto. Hasta la seguridad de la sala se veía incapaz de calmar al público si una parte de éste se llegaba a soliviantar en un concierto. Para colmo un huracán, seguido de un maremoto, arruinó varias ciudades y el gobierno tuvo que atender tantos frentes que no pudo prestar toda la atención que merecía una de sus principales orquestas. La situación se volvió muy compleja, había que tomar decisiones antes de que se volviese irreversible, pero en cualquier circunstancia había que contar con el público y éste estaba asustado pero dividido y mayoritariamente pasota. No acudía a los conciertos. La orquesta se quedaba sin futuro.
Algo había que hacer y el presidente de la fundación tomó las riendas como una vez en el pasado hizo su antecesor. Convocó a los representantes más cualificados de los músicos de una u otra cuerda, a los patrocinadores, a miembros del gobierno y hasta a la seguridad de la sala. Aquellas citas no sentaron nada bien al director artístico, pero tras ellas, y entre todos, se tomó la única decisión que pareció viable: los músicos volvieron a votar y una parte de los hasta entonces proclives al director cambiaron de bando y se unieron a quienes habían venido combatiendo. Se trataba de salvar la orquesta. El director artístico fue desalojado del podio y, mientras se buscaba un sucesor, se nombró transitoriamente a uno de los directores eméritos de la orquesta, persona que nunca levantó ampollas y experta en templar gaitas.
Y, colorín, colorado, este cuento se ha acabado. Gonzalo Alonso
Últimos comentarios